Leyenda Los Fantasmas Olvidados

En estos lustros brillantes de los vuelos espaciales y los avances cada vez más sorprendentes de la tecnología, pocas son las personas que aún creen en los sistros, larvas y duendes que antaño ponían su poética borra de emoción, en las encrucijadas sombrías. Hogaño nadie ha vuelto a estremecerse oyendo en alguna solitaria esquina, el escalofriante alarido de la Llorona que según la tradición, mientras más lejos se la escuchaba, era inequívoca señal de que la viuda desolada rondase mas cerca del aterrado transeúnte, a quien por tradición también, se le pegaba la lengua al paladar y se le volvían los pies de plomo. ¡Época ya olvidada de los faroles con mechero de aceite, que alumbraron las calles solitarias de mi pueblo en sus calladas noches! i Época ya preterida en que los caballeros de entonces portaban aún la esclavina, y los últimos espadachines de oficio ganaban su pan cotidiano, dando a tanto mas cuanto, lecciones de esgrima rezagadas de tres siglos enteros! El poético Huehuetenango de aquellos buenos tiempos, estaba dividido en varias zonas fantasmales, a saber: 1a. La de “El Cadejo”, que operaba en el Boquerón y las cinco Calles (ahora  6a. avenida y 7a. calle de la zona 1) y cuyo usufructo se extendía por el camino de Canshac y el Marquesote, los aledaños del Hospital General y la mitad sur del cementerio.
2a. La de “El Sombrerón”, cuyos dominios comprendían la empinada calle que pasa frente al domicilio de Don Jacinto Sosa, el camino del Hipódromo, el viejo rastro de ganado mayor y la mitad Norte del cementerio de la ciudad. 3a. Se mostraba la “Siguanaba”, por el puente de copante del barrio de Minerva. 4o. En la jurisdicción de El Calvario, sentaba sus reales “La Llorona”. Había además, otras demarcaciones menores: Por el puente del río de La Viña, pasaba al trote largo en noches de Cuaresma, la muta sin cabeza y atrás del cimborrio de la iglesia parroquial, era frecuente oír en el silencio de las altas horas, los topetazos que se daban dos machos cabríos, siempre empeñados en diabólico torneo de arremetidas y golpes. Grato sería pormenorizar tantas historias relacionadas con los queridos fantasmas de mi pueblo; por ejemplo, la de Ricardo Gálvez a quien cabe a un balcón de la calle de Don Cupertino, el Sombrerón birló reloj, pistola y billetera; aunque bien vistas las cosas, ésta hazaña seguramente fue perpetrada por un Sombrerón de pacotilla, dado que hasta aquí, nadie ha puesto en entredicho la reconocida honorabilidad de los espectros, respetuosos todos de la propiedad privada. También podría contar la nocturna aventura de Macario Pascual a quien su mula tiró al suelo, apenas vio la ídem sin cabeza. Pero estas viejas historias que pocas personas creen aún, resultarían menos curiosas que aquellas que por haber sido contadas por sus propios protagonistas, fueron en los primeros años del presente siglo, el tema favorito de las conversaciones, sobre todo las que en noches de velorio congregaban gran multitud de oyentes y parecían tan ciertas que la mayoría de los contertulios al emprender el regreso a casa, procuraba hacerlo en compañía de uno o dos amigos, no fuese a aparecérsele por casualidad, alguno de los fantasmas mencionados en las sabrosas pláticas. Pocas son -repito- las personas que todavía creen en los espantos y aparecidos; pese a que en la actualidad, hay cierta tendencia a esclarecer los hechos inexplicables, al extremo de presentarse bajo la apariencia muy madura de investigaciones serias y aún científicas, la catalogación y el estudio de casos y sucedidos que desde que el mundo es mundo, han intrigado la imaginación popular. Existe ya el andamiaje de una ciencia nueva: La Parapsicología. De igual manera se habla de los fenómenos paramnésicos, de las percepciones extrasensoriales y hasta de una desorbitada perspectiva de cuarta dimensión, dentro de la cual todo lo raro y lo ambiguo pueden tener cabida. No es que yo tome a broma semejantes tendencias; pero creo que todo se reduce a actualizar el tema de los viejos fantasmas y a devolverles los fueros de que gozaron antaño. Sujeto pues a esclarecimiento, me es grato exponer aquí, algunos de los sucedidos que con mayor emoción e interés, se oyeron contar en las amenas tertulias de aquel Huehuetenango romántico, cuyos vestigios se van borrando día tras día. Mi Padre hablaba frecuentemente, de la pintoresca pendiente que baja de El Calvario hacia el mercado municipal y que aún conserva sus aleros y viguetas del tiempo de la Colonia. Fue porque ahí existió una tamalería que todas las noches era frecuentada por él y muchos de sus amigos, entre los que naturalmente se encontraban, Don Manuelito Gordillo (padre del magnánimo Rafita), Don Rafael García, Don Pepe Urrutia, Don Luis Fierro y Don Perfecto Pérez. En aquel humoso establecimiento cuya propietaria era conocida con el sobrenombre de “Chica Taca” y que probablemente es el mismo cuya dueña actual también tiene un remoquete que empieza con “T”, se servían los tamales negros y colorados mas sabrosos del mundo. Mas si bien, a las siete u ocho de la noche sillas y piedras (porque no había asientos para tantos) desbordaran de parroquianos, era raro que alguno de ellos se quedara después de oír el largo toque de silencio, que un corneta de la guarnición entonara con gran sentimiento, a las nueve en punto de la noche y desde los cuatro extremos cardinales de la torre del reloj; porque después de aquella hora, la Llorona se encargaría de apurar el paso de los rezagados, cuando no dispusiera dejarlos inconscientes, sobre la grada de una puerta. A usted Papaíto ¿Nunca le salió la Llorona? No hijito; los fantasmas no existen; aunque pudiera darse el caso de que algunos vivos, muy vivos, se aprovecharan de ellos para dejar solitaria, alguna calle propicia mas que al robo, a la aventura.  Sin embargo, alguno de mis hermanos mayores (y conste que no me refiero en manera alguna a mi querido hermano Guillermo), cuando mi padre dejó de salir por las noches y él se volvió asiduo parroquiano de la tamalería (con todo y la esclavina del autor de mis días), regresó cierta noche a casa tan asustado, que mi madre tuvo que darle una taza de agua de brasa apagada (equivalente antaño de los actuales meprobamatos) y yo, aún no he olvidado el apasionante relato que hizo, del peliagudo lance que a punto estuvo de dejarlo sin habla. Acababa de doblar el crucero de aquella temerosa calle de la tamalería y transitaba ya por el callejón en que ahora existe el hospedaje “San Francisco”,  cuando oyó en dirección de El Calvario, el terrífico grito de la Llorona: ¡Ay! ¡Juan de la Cruz! ¿Por qué Juan de la Cruz? —pregunté inmediatamente a mi madre. Porque fue una muchacha muy linda que cometió el pecado de enamorarse de un hombre casado por la Iglesia, y por ello sufrió el castigo de ir penando noche a noche en busca del seductor, que por supuesto, fue llevado a los infiernos, i Vaya! -dije- ¡Qué delicados eran entonces! Pero calla, -prosiguió muy pálida- y deja que tu hermano acabe de contarnos lo ocurrido. Pues bien, llegaba ya felizmente a la esquina de Don Evaristo Sosa, en cuyo poste brillaba un foco del alumbrado El servicio eléctrico de aquellos años, no era tan malo como en los actuales, en que a veces para averiguar sí una bombilla está encendida, es necesario hacer arder un fósforo. Aquella oportuna claridad, le dio ánimos para echar un medroso vistazo hacia atrás. Vio entonces en la esquina que acababa de cruzar, algo así como el velo blanco y vaporoso de una desposada. Parecía surgir del suelo y se fue alzando silenciosamente, hasta alcanzar la altura de los techos vecinos. Guillermo, (perdón; otro de mis hermanos mayores), comenzó a sentir la lengua pastosa y cada pié se le fue pegando al suelo, igual que si calzara botines de plomo. Pero en ese instante empezó a sonar el clarín del corneta, que desde el último piso de la torre del reloj exhalara su vibrante y alargado: Tu..tu…ruuuu… Tu…tu…ruuuu… i Estaba pues en tiempo! Y así. INo había derecho! Lo que le permitió ganar a velocidad de campeón olímpico, el anhelado zaguán de casa y zarandear el picaporte de mano de león, todo acezante y bañado en un sudor muy frío. A mi tío el Coronel, fue otro fantasma el que se le apareció, mientras se hallaba precisamente en el ejercicio de las armas. Era por entonces Mayor de Plaza de la cabecera, y fiel cumplidor de sus obligaciones, había dado en la costumbre de capitanear la ronda que noche a noche y con los fusiles a la bartola, recorría las calles apacibles de la población. En el curso de una de tales vigilancias, acertó a pasar por la calle real del cementerio, entrando así automáticamente aunque sin darse cuenta, en los dominios de otro de los Señores de la noche y el misterio. Allí estaba por cierto tamaña autoridad, sentada tranquilamente en el borde de la banqueta. Vaya usted sargento, a averiguar qué hace ahí ese perro tan grande y tan negro, sentado en la acera con el aire de un vecino que tomase el fresco. Pero ya el corpulento animal se acercaba a ellos moviendo la cola en señal amistosa, aunque para mantener el incógnito, lo hiciera caminando con los ojos cerrados como puños Confiadamente se dejó examinar por todos los individuos de la tropa. “Es un perre de San Belnarde comuel de Doi Arísteres Sosa” -opinó el cabo-” Yo mas bien creye que es un ternere  -replicó el sargento- un ternere grandote o  selle un torite algue pequeño”. ¡A ver! -terció mi tío el Coronel- parece robusto; manso por añadidura ¡Veamos si puede conmigo! Y montó con espada y todo, sobre los lomos de la presunta bestia. Al punto, ésta echó a correr llevándolo encima, con igual soltura que si se tratase de una pluma. Y como tomó la calle de El Boquerón que siempre está mal alumbrada, tuvo que encender sus silbines delanteros (vulgo scealbeams), a fin de alumbrarse el camino. Mi tío a pesar de ser un militar valeroso, vio con espanto que la luz de aquellos fanales era roja. iEntonces -pensó- no era un perro sino que me está llevando el Cadejo! El proceloso canídeo (o lo que haya sido), debió leer en su pensamiento, porque al punto se apresuró a decir: ¡afirmativo mi Coronel! ¡Afirmativo! Y sin aminorar la marcha, se puso al trote largo, con lo que mi tío creyó llegada su última hora. Ningún auxilio podía esperar de sus atónitos acompañantes, temerosos de disparar los retacos no fuesen a hacer blanco en el jinete, en vez de hacerlo en su montura. Mas el Cadejo, se apresuró en éste punto a tranquilizarlo: “Recién me doy cuenta, mi Coronel, que usted no es católico sino evangelista, y contra ustedes no tenemos pleito alguno. Conque sírvase perdonar el susto, y que tenga usted muy buenas, tranquilas y felices noches”. Y sin más preámbulo, lo tiró de cabeza sobre un basurero. Siendo un arrapiezo de pocos años, pregunté un día al marcial y apuesto hermano de mi madre: ¿Es cierto, tío Juan, que a usted lo espantó el Cadejo? ¡Tonterías! -me respondió— ¿Quién te lo dijo? Me lo contó un pajarito. Pues dile a tu pajarito (que mas me parece una pajarita a la cual te pareces mucho), que sí en lo tocante a ésta patraña vuelve a abrir su lindo piquito…, etcétera, etcétera, etcétera. Mas el hecho es, que un vivo carmín coloreó sus mejillas y discreto temblor espelucó su blanco y bien recortado bigote. La aventura de Ñor José Cachitos, tuvo que ver, nada menos que con la Siguanaba, ¡Cómo olvidar aquel menudo viejecito, que aparte de ser albañil era poeta y además, dado a las copas y terriblemente aficionado a las mujeres!  El remoquete, le vino a causa de los inmensos bigotes blancos que tanta comicidad ponían en su sonrisa. Jamás faltaba a los conciertos ni a las fiestas. Se le veía siempre en las serenatas. Y aunque (figurativamente al menos) se había bebido su casita enjalbegada e incluso el marco para hacer adobes, la plomada y hasta el nivel de burbujita, usufructuaba el delicado sentimiento de veneración y respeto que las gentes mas humildes de mi pueblo, profesan a sus padres; lo que le permitía llevar -de acuerdo con su propio decir- una existencia holgada y holgazana de millonario. La pasaba en efecto, a turno y como huésped, en las casas de sus cinco hijos varones (todos casados), lo que no era óbice para que de cuando en cuando apaleara a las nueras, sin mas justificación que recordarles el rigor de su brazo. Creo estar viéndolo aún en los conciertos de marimba, al lado de una linda adolescente y con aquel su estilo erguido y típico de caminar, que de tan echado hacia atrás, ponía en apuros las leyes de la gravedad; aunque a nadie importunaba con su presencia, dado su talante respetuoso y lisonjero, siempre lleno de cómicos dicharachos. Cierta noche, después de la retreta, dispuso pernoctar en la casita que el menor de sus hijos tenía más allá del quiosco de Minerva. Conforme se dirigía a aquel apartado sitio, iba raleando cada vez mas, el concurso de sus acompañantes. Pasado el puente de mampostería se vio solo, pero era noche de luna llena y una láctea luminosidad mostraba las cosas, casi tan claras como a la luz del día. Iba subiendo ya la arenosa pendiente que hoy es barrio populoso de la ciudad y entonces no tenía ni siquiera una casita, cuando vio que frente a él caminaba una guapa mozuela cuya silueta, a contraluz de la luna, dejaba ver una cinturita tan cimbreante y frágil que al punto calculó que bien podría abarcarla en el hueco de sus manos. Aceleró el paso; se apareó a aquella beldad misteriosa y como siendo poeta era también enamorado, preguntó a la fascinante desconocida: ” ¿Comués niña primorosa, que siendo usté tan galana venga sola en la escurana cual triste y nuturna rosa?” “Sola no vengo ñor José, enque ande cual huerfanita porque el miedo me lo quita la compañía de usté”. “¡Me conoce pué!” “Seguro y de güeña gana, qués guapo y es miliciano y en pleito a cualquer julano, con fierro o sin él le gana”. “Yagora ¿Por onde la tira mientras mi corazón suspira?” “Pues por el mesmo camino quiusté, ñor José”. Iban como puede verse, hablando en verso como los personajes de la Divina Comedia. Y buen trecho anduvieron así, por aquel andurrial solitario que alumbraba la luna con su plateada claridad. “Como que en este peñascal viene un poco cansaíta: no quere que a la sombrita descansemos de aquel ocal?” Como le cuadre ñor José. Y ya sobre el mullido césped que a la sombra del alto eucalipto de asiento les servía: ¡Podía darme permiso pa recostarme un poco en sus rétulas! Pues no se quede con el desello. Y agora que ya estoy recostaíto, ¡Qué rico que me diera un mi besito! (Pa que siga saliendo en verso). ¿Por qué no? Mas iAyl ; sintió como si una sierra de hueso se enredara en sus mostachos y al abrir los ojos con espanto, vio encima de sus pupilas, las desoladas cuencas de una calavera. Perdió el sentido y solo despertó al día siguiente con el frío del alba y como es fama que la Siguanaba se nutre de la sangre de los incautos, resultó con anemia, por lo que el Doctor Polanco tuvo que darle aquella su académica fórmula de: “Tintura de regaliz compuesta, sesquióxido de hierro y polvo de fenogreco y ruibarbo, en julepe gomoso” En cuanto a los machos cabríos que en la paz de las noches se enfrentaban a topetazos, Don Aarón Gélvez no se asustó por verlos. Se asustó precisamente porque no los vio (también a mi, esto me está saliendo en verso) y ello fue para él mucho mas espantoso que si los hubiese visto. Para esclarecer tamaño galimatías, es preciso que explique cómo ocurrieron las cosas: Vivía el bueno de Don Aarón, en una casita próxima al muy moruno callejón que pasa atrás de la iglesia Recuerdo perfectamente su robusto corpachón con las piernas algo torcidas y aquella barba negrísima y ensortijada, que le cubría pecho y abdomen a la manera de una gran bufanda. Cuando yo era niño, tenía la convicción de que a las personas que se dejan crecer la barba y a causa del abrigo que ésta brinda a las piezas dentales, de ningún modo podía darles el dolor de muelas. Y he ahí que en contraposición con mi teoría, a Don Aarón le dio aquella noche una de esas rabias de diente, capaces de llevar a la locura a todo hijo de vecino que tenga el suplicio de sufrirlas. Mientras oía gotear las lentas horas de su triste insomnio, bramaba Don Aarón echando pestes hasta de sus propias barbas, cuando oyó justamente cabe a su puerta, por el lado de la calle, un ruido tenaz y desagradable. Prestó oídos con sorpresa y se dio cuenta de lo que era. No podía ser otra cosa: el topetazo violento de dos carneros u otro rumiante parecido, que luego de embestirse, echaban a correr en sentido opuesto, para tomar vuelo y aporrearse de nuevo, exactamente al frente de su postigo. Se levantó al punto Don Aarón, con su largo camisón de dormir, su gorro de lana con borla y la poblada barba al parecer mas frondosa por un lado de la cara Metió los pies en sus anchas pantuflas; mató el pabilo de iracundo soplo y como en aquellos dichosos tiempos todas las puertas carecían de cerradura, echó mano de la pesada tranca que hacía oficio de candado; fue abriendo con precaución los cerrados batientes y con la belicosidad elevada al cubo y la tranca en alto, aguardó el regreso de los combatientes, ¡Menudo escarmiento haría con ellos! De pronto, les oyó venir. Los diminutos cascos golpeaban rápidamente el enladrillado de barro de la banqueta, al correr desalados, el uno al encuentro del otro. Y exactamente sobre el seco golpe de las porfiadas cornamentas, Don Aarón descargó el mas rudo de los porrazos La tranca se hizo astillas contra el suelo y el desvelado paciente se convenció estupefacto, de que así como lo dijera cierto autor, “Allí no había tales carneros” La calle estaba totalmente desierta. Un largo escalofrío de espanto destempló todas sus vértebras, aunque todavía se atrevió a explorar desde el umbral y con los ojos bien abiertos, la calle solitaria en toda su extensión. No había en ella ni siquiera un gato. Con los dedos temblorosos, tornó entonces a encender su pabilo y procedió a parapetarse con cuanto mueble y utensilio encontró a mano. Y justamente a tiempo que la lengua se le pegaba al paladar, vio con angustia que encima de sus pantuflas empezaban a brillar, ominosas partículas metálicas. Pero ¡Oh prodigio inaudito e inesperado! La muela ya no le dolía. No; ni siquiera cuando con la punta de la adormilada lengua, exploró cauto y delicado aquel cráter filudo que sin duda mas asustado que él, silenció instantáneamente sus lancinantes punzadas. Es el único ejemplo en toda la casuística, de que un buen susto haya podido curar una rabia de diente rebelde a los analgésicos. Pero… ¡Ya no hay fantasmas en mi pueblo! ¡A lo mejor, jamás lo hubo! Los he buscado en horas inverosímiles, por todas y cada una de sus viejas jurisdicciones. Los he buscado sí, con el afán con que se va tras un viejo amigo injustamente menospreciado. La verdad es que no queda uno solo, ni siquiera para remedio. Y es lástima Porque siquiera por los fueros de la leyenda y la conseja, debiera haberlos todavía. ¡Sí! Repito que debiera haberlos (Aunque si por azar me topase yo con alguno de ellos, ¡también a mi se me pegara la lengua al paladar y se me volviesen los pies de plomo!..

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